Las lágrimas brotaban de sus enrojecidos ojos y discurrían lentamente por su rostro inclinado hacia mí, mientras sus manos acariciaban mi pelo con infinita ternura y sus labios susurraban dulcemente mi nombre.
Yo permanecía en silencio. No habría podido decir nada. Sabía que el momento de la partida había llegado. Mi mente se pobló de imágenes retrospectivas…
Llegué a la casa para tomar el puesto del viejo vigilante fallecido hacía poco tiempo. Recién salido de la academia. Lleno de desbordante y vigorosa juventud. Era ella una bellísima niña que me miró con sumo interés directamente a los ojos, mientras del fondo de los suyos emergía aquella señal de comprensión y complicidad que ya nunca se apagaría y que me hizo saber que jamás necesitaríamos de palabras para poder comprendernos. Al cabo de unos segundos me puse en cuclillas. Ella rodeó mi cuello con sus bracitos, apretando su mejilla contra la mía.
Me adjudicaron la casita pequeña, pero muy cuidada y acogedora, que había ocupado mi antecesor. Tomé mi trabajo, que en realidad no era tal, pues lo que hacía no era sino seguir una inclinación natural, y me propuse servir aquella casa con total fidelidad y dedicación.
Desde el primer instante se estableció hacia mí una corriente de simpatía de parte de todos los miembros de la familia y me dieron libertad de acción para cumplir mi tarea.
Durante las noches me mantenía vigilante en mi puesto. Si percibía algo extraño, con paso silencioso y todos los sentidos alerta, buscaba la causa de mi alarma. Generalmente se trataba de algún animal de hábitos nocturnos. O simplemente del ruido producido por el viento sobre las ramas. Si en algún momento alguien merodeaba, bastaba mi presencia para alejarlo.
En la mañana, siempre esperaba a que ella se fuera para irme a acostar. Era ésta una costumbre que se había hecho regla. Ella me daba los buenos días y yo la acompañaba hasta el auto para verla partir sonriente, agitando su manita en un gesto de despedida hasta que me perdía de vista. Cuando en la tarde regresaba, ambos vivíamos el momento como si en vez de unas horas la separación hubiera durado una eternidad. Apenas si daba tiempo para que el coche se detuviera antes de saltar y correr hacia mí con los bracitos extendidos.
Yo la esperaba justo hasta que ella me rozaba. Entonces la esquivaba y salía corriendo mientras ella me perseguía gritando mi nombre, pidiendo que me detuviera. De nuevo la esperaba para volver a escapar cuando estaba a punto de agarrarme. Así una y otra vez hasta que, agotada y suplicante, se arrodillaba en la grama para rogarme que fuera a su lado. Me dejaba entonces atrapar a medias, rodeándola y zarandeándola hasta que ambos rodábamos y luchábamos sobre la fresca hierba.
Al final tenía que pasearla cabalgando sobre mi espalda y contemplar su sonrisa de triunfo cuando, parada frente a mí, me veía tendido y exhausto.
Siempre buscaba mi compañía, y yo me sentía feliz jugando con ella. Haciéndola creer que no podía hallarla en su escondite, daba vueltas y vueltas mirando en cada rincón del garaje, detrás de cada árbol del jardín.
Mientras ella espiaba cada uno de mis movimientos, me iba alejando en mi fingida búsqueda hasta que salía de su campo visual. Entonces era yo el que me escondía, y ella, extrañada y curiosa, conteniendo la respiración para no hacer ruido, salía furtivamente tratando de ubicarme.
Éste era el momento que yo esperaba para deslizarme detrás suyo y sorpresivamente tomarla por la espalda. El susto que recibía era tal, que claramente podía percibirse el respingo que la estremecía.
Aquello la molestaba en grado sumo, y en su deseo de venganza, me perseguía lanzándome toda clase de objetos que conseguía a su paso. Mas su enfado no le duraba mucho y, antes de irse a acostar, me llenaba de cariños mientras me reconvenía por lo mal que me había portado.
A medida que ella crecía, nuestros juegos iban cambiando y se reducía el tiempo que me dedicaba. No así el cariño que desde siempre me profesó y que yo sentía latente en cada uno de sus gestos. Por su parte, ella sabía que su presencia era mi mayor alegría, y que podía contar enteramente conmigo.
Cuando ya adulta, solía regresar en el coche con su padre, o con el chófer de la familia, al caer la tarde. Otras veces lo hacía después del ocaso, acompañada de algún amigo que la dejaba junto a la verja de hierro, en ocasiones después de una breve charla en el auto. Yo la observaba discretamente desde el jardín, esperando que se despidiera para ir a recibirla.
Hubo una oportunidad en que me llamó la atención el hecho de que su acompañante abandonara también el vehículo y la tomara del brazo en un gesto que a ella parecía incomodarla.
Me fui acercando lentamente y pude ver cómo se desasía bruscamente y trasponía la puerta que se abría en una de las hojas móviles de la verja.
El hombre intentó seguirla. En dos rápidas zancadas me interpuse entre ambos. Se quedó paralizado, con la puerta en sus manos. Por un instante sus ojos se cruzaron con los míos que lo miraban inexpresivos.
La muchacha posó la mano en mi hombro y permaneció quieta junto a mí. Percibí claramente la señal de miedo que él emitía. Cerró la puerta, que no había llegado a traspasar, y se alejó camino del auto girando su rostro hacia nosotros. Nunca más lo volví a ver.
Durante el verano, los días en que ella no se iba, dábamos largos paseos por el bosque que se extendía más allá de los límites de la finca.
Después de caminar un buen rato, nos tendíamos sobre las hojas secas de los eucaliptos. Ella buscaba acomodar su cabeza sobre mi cuerpo. Manifestaba entonces sus pensamientos en voz alta, o permanecía muda jugueteando con una hoja entre los dedos. Mientras yo, silencioso, con los ojos cerrados, me inundaba de su presencia, aspirando su aroma, sintiendo su inefable contacto…
No puedo imaginar una dicha mayor que la por mí vivida en aquellos instantes, en mucho parecidos a éste.
Aunque ahora no puedo dejar de sentir dolor. No porque tenga que irme. Sé que la vida de un perro es corta. Puede que incluso yo haya vivido demasiado, pues ya tengo veintidós años. Mi dolor es porque nada puedo hacer por evitar el que le estoy causando a ella.
Volteo mi cabeza, que ella mantiene en su regazo, para morirme con la imagen de aquel rostro queridísimo, empañado ahora por las lágrimas que caen mansamente sobre mí.