jueves, 19 de noviembre de 2009

EL VIEJITO PIENSA EN EL PENSAMIENTO

EL VIEJITO PIENSA EN EL PENSAMIENTO

porque no puede tener sueños de imposible cumplimiento.
Quizá sea ésta, para él, la diferencia más aplastante, más lacerante, entre la vejez y el tiempo de vida que la antecedió.

Nunca concibió vivir sin soñar ni pudo tener sueños imposibles de realizar. Lo que permitió que después de “Picnic” se pasara la vigilia de muchas noches imaginándose junto a Kin Novak fue el hecho de que, en ese momento, tal circunstancia no le pareciera en absoluto una posibilidad negada.

En el presente no le es posible soñar. Al futuro le falta capacidad para albergar sus sueños, y estos no aceptan una morada de pequeñeces asequibles para disfrutar en el corto plazo, eso no deja de ser una realidad aplazada por la circunstancia de un momento con breve recorrido, algo impropio de un sueño que se precie.

Por eso el viejito, ahora, cultiva pequeñas parcelas de pensamiento en el inmenso terreno baldío que han dejado abandonado sus sueños. Piensa en el pensamiento porque sigue igual de reacio a dar cabida a los imposibles, y siendo, evidentemente, inviable una entidad física como soporte imperecedero para sus pensamientos no resulta, sin embargo, irrefutable que el pensamiento pueda soportarse a sí mismo, como él no ha tenido la experiencia de quedarse sin cuerpo no puede tener la seguridad de lo contrario.
De ahí que, cuando esta noche cierre los ojos, durante el prólogo que antecede a los sueños que el viejito no gobierna, no dedicará el pensamiento a imaginar un futuro de su gusto, sino a degustar un futuro que convierta en eterno presente los pensamientos que él y sus seres queridos han compartido durante toda su vida pretérita. Ni en sus momentos de máxima creación imaginativa podría concebir tan excelsa ensoñación.

lunes, 16 de noviembre de 2009

ENTRE COPA...

ENTRE COPA…

Pasan los minutos, más lentos cuando se espera que hagan horas. Los días no son rápidos mientras discurren, pero, cuando discurridos suman, han pasado al galope. Los meses no se muestran hasta que pasan, entonces se han ido volando. ¿Y los años? ¡Ay los años! Su velocidad no mensurable. Es muy frecuente: me parece que fue ayer ¡y han pasado cuarenta años!

Sí, así se muestra el tiempo para quienes habiendo recorrido un largo camino ya no les queda mucho por recorrer. Ni el paisaje tiene mucho que ofrecerles. Llenan entonces el tiempo… con lo que pueden. Sentados frente a frente, con la mesa de por medio, buscan la forma de prolongar la vigilia para obtener un mejor pago del sueño.

El viejo posa la copa sobre el mantel -¿Te sirvo otra? – le pregunta a su mujer.

-No, yo no quiero más – rechaza la viejita.

-¿A qué tienes miedo?

-No tengo miedo, pero no quiero más.

-¿Temes pasarte?

La respuesta de ella se limita a un bufido resignado.

Él afirma con rotundidad – Pues yo sí me voy a servir otra.

-Haz lo que quieras. Cuando tengas de más, comenzarás a maldecir y a dar puñetazos sobre la mesa. Pero no pienso aguantarte. Me iré derecha a la cama.
-¡Bah! – exclama desdeñoso – Si me paso es cosa mía. Se sirve con un gesto rápido que ralentiza al levantar su mano, prolongando el momento, hasta que repentinamente - ¡BLOUM! – estampa con fuerza el dos de oros sobre la mesa - ¡SIETE Y MEDIA!

Su mujer vuelve a resoplar con resignación.

jueves, 12 de noviembre de 2009

LO SIENTO MUCHO, PERDÓNAME

LO SIENTO MUCHO, PERDÓNAME



El sol hacía brillar la vida que se manifestaba con un abrazo capaz de llenar todos los sentidos.

Me tendí a su lado, sobre el lecho acogedor que ofrecía la joven hierba. Tomé levemente su talle para tenerla frente a mí. La miré en silencio mientras le ofrecía mis pensamientos sin palabras que los pervirtieran, sin palabras que adulteraran el rumor con que la vida les susurra a las almas. La sentí tan frágil y delicada...

La acaricié sin tocarla, temeroso de profanar su pureza. Las yemas de mis dedos recorrieron su blanca desnudez a esa sutil distancia en que es el aire el que transmite toda la intensidad de la caricia.

Cerré los ojos entonces tratando de hacer de éste un presente que lo fue hace mucho tiempo. Los sentidos percibían el mismo abrazo de la misma vida... pero ni ella ni yo éramos los mismos.

Noté las lágrimas deslizándose por mis mejillas. Una por cada pétalo que, en un gesto pueril, le fui arrancando a la margarita de aquel presente que lo fue:
¿Me quiere? sí, no, sí, no...

jueves, 5 de noviembre de 2009

EL PUNTERAZO

La mujer de Pepe le saludó. Pepe lo hizo también después de tomarse los segundos necesarios para preguntarse: ¿quién será éste?. Pregunta que, según denotaba claramente su gesto, no había logrado contestarse; pero seguramente consideró que si su mujer le conocía él también debía conocerle, de ahí que acabara por tomar la decisión de saludarle.

El viejito correspondió con una, sólo suficiente, cabezada.

Pepe y Merche… Hacía cerca de cuarenta años que no los veía. Cómo habían cambiado. Todos cambiamos, aunque también es verdad que unos más que otros.

De no haberlo visto con Merche, a Pepe no le habría reconocido. Ella era una niña, trece o catorce años, cuando comenzaron a andar juntos. Uno de los tantos motivos de crítica en el barrio. Una cría con un hombre que casi le doblaba la edad. Además, camarero. Y ya se sabe, a los camareros les gusta beber y no tienen hora para llegar a casa, “no sé cómo su madre lo consiente” era el estribillo del cotilleo.
Pues resulta que, según le había contado su hermana, la pareja se había casado y tenían una hija, ya a su vez casada, que les había dado una nieta.

Relajado en su sillón favorito, con el grato y tibio abrazo de pijama y zapatillas, el viejito cierra los ojos y se entrega al nostálgico requerimiento.

La acera, “La Cera”, estaba a… la calle, aquí a la derecha, el solar cercado con la pared de ladrillo, Casa Nardo, la calle G, la huerta de Maruja y la casa de Nando y la suya. O sea, no llegaba a cien metros, a setenta u ochenta metros de donde vivía ahora. La única acera que había a esta mano de la avenida cubría el frente de su casa y la de Nando, con una anchura de, aproximadamente, cinco metros. Era el campo de fútbol donde jugaban a “les porteriines”.

El camarero vivía en la calle de arriba. Siempre seguía el mismo protocolo: su figura alta y flaca, muy erguida, impecable en su camisa blanca, pajarita, traje y zapatos del exigido negro, bajaba, altiva y socarrona a un tiempo, hacia la mocosa panda entregada a su encendido fútbol de acera. Cuando ya su muy superior zancada de adulto, respecto a la de la gente menuda ensimismada en el juego, le daba ventaja, emprendía una corta carrera para llegar a la pelota y meterle un punterazo que, en virtud del golpeo y de la considerable longitud de la avenida, recta y cuesta abajo, generalmente mandaba la esférica, sin barreras que la detuvieran, a no menos de ciento cincuenta o doscientos metros de distancia, lo cual, por lo visto, le suponía un goce cuya notable magnitud estaba determinada por el disgusto y la rabia que tal acción ocasionaba en los púberes futbolistas.

Como siempre hacía, vino atisbándolos desde que entró en la calle. Los guajes se hallaban hoy acuclillados en La Cera, cerrando un apretado corro concentrado en lo que en su interior se cocinaba. La pelota pegada al culo de uno de ellos, justo en la posición idónea para mandarla de una patada hasta los jardines que un Kilómetro más abajo remataban la calle. Llegó furtivo, se relamió, hasta parecía de estreno la tentadora pelota. El punterazo fue de antología.

Los muchachos se apresuraban a crear la distancia conveniente cuando Pepe se acercaba columpiando entre las muletas su pie escayolado. Afortunadamente para ellos, lo único que les alcanzaba era el odio concentrado en la ronca amenaza: Cabrones hijos de puta, ya os cogeré.

De dónde salió y a dónde fue a parar la bola de Bowling, aún a día de hoy, es un secreto bien guardado.

martes, 3 de noviembre de 2009

EL CUENTISTA.

El viejito se consideraba un genio al que la vida le había negado la posibilidad de manifestarse como tal. Desde muy temprana edad tuvo la necesidad de repartir todas las horas de sus días entre el trabajo necesario para cubrir sus necesidades ineludibles y el reposo restaurador inalienable. También, prácticamente cada día desde que supo hacerlo, robó una hora de su sueño a modo de prólogo dedicado a la lectura antes de permitir que sus párpados echaran su enajenante velo.

Posiblemente fuera esa afición, aleada con su innata introversión, lo que motivó su mayor ilusión: Ser escritor.

Escribió su primera novela a la edad de quince años, mas no hubo, digamos “suerte”. Bastantes años después llenó con versos un buen número de páginas. Tampoco hubo suerte.

Un… ¿buen, o mal día? No sabría adjetivarlo, pero el caso es que se encontró mirándose fijamente en el espejo mientras, mentalmente, se repetía: es imposible, es imposible…

Le pareciera o no imposible, además de su imagen, su documentación así lo acreditaba: le había llegado la hora de jubilarse.

¿Cómo llenar el tiempo en este periodo de su vida? No tuvo mucho que pensar: Escribiría.

Y se puso a escribir. Quizá el paso por los años hubiera depurado sus dotes literarias, pero su “suerte” seguía siendo la misma: ni editorial ni agente literario alguno se interesó por sus escritos. Desistió de seguir intentándolo. Sin embargo le resultó demasiado duro que nadie leyera lo que había escrito, así que pensó y actuó: él mismo, de forma artesanal, pero con un acabado más que notable, casi de profesional, confeccionó un par de volúmenes con la treintena de cuentos que había escrito. Después de “FIN” había escrito su dirección de correo electrónico. Donó ambos ejemplares a las bibliotecas públicas a las que él mismo acudía.

Los libritos tardaron mucho tiempo en aparecer en los estantes a disposición del público, pero, por fin, lo hicieron y, no mucho después, recibió el primer correo: Señor Martínez, deseo felicitarle por sus cuentos y mostrarle mi encendido agradecimiento por el enorme disfrute que para mí ha supuesto la lectura de su libro.

No pasaba día sin que el viejito no encontrara en su cuenta de Hotmail más de un correo demostrativo del entusiasmo de sus lectores.

Retomó entonces su afición por la escritura, con un ahínco tan sólo superado por el que utilizaba para maldecir la desconsiderada próstata que lo obligaba a interrumpir constantemente sus relatos.

Sería por tanto maldecirla, el caso es que la muy jodida acabó aplastándole la uretra y tuvo que ser hospitalizado para someterse a una resección que habilitara de nuevo la cañería.

Cuando al cabo de una semana regresó al domicilio, le faltó tiempo para sentarse ante el PC. La bandeja de entrada de Hotmail vacía. Ni un solo email en su cuenta. Resopló contrariado mientras escribía.

Se fue a hacer zapping frente al televisor, mas no pudo contener mucho tiempo el deseo de volver al ordenador. Abrió el correo e inmediatamente la comisura de sus labios se distendió hacia las orejas mientras leía: Admirado autor, nadie como usted sabe llenar las expectativas de quienes disfrutamos el supremo goce de leer sus maravillosos cuentos.

domingo, 1 de noviembre de 2009

MÁS QUE AMIGO

Las lágrimas brotaban de sus enrojecidos ojos y discurrían lentamente por su rostro inclinado hacia mí, mientras sus manos acariciaban mi pelo con infinita ternura y sus labios susurraban dulcemente mi nombre.

Yo permanecía en silencio. No habría podido decir nada. Sabía que el momento de la partida había llegado. Mi mente se pobló de imágenes retrospectivas…

Llegué a la casa para tomar el puesto del viejo vigilante fallecido hacía poco tiempo. Recién salido de la academia. Lleno de desbordante y vigorosa juventud. Era ella una bellísima niña que me miró con sumo interés directamente a los ojos, mientras del fondo de los suyos emergía aquella señal de comprensión y complicidad que ya nunca se apagaría y que me hizo saber que jamás necesitaríamos de palabras para poder comprendernos. Al cabo de unos segundos me puse en cuclillas. Ella rodeó mi cuello con sus bracitos, apretando su mejilla contra la mía.

Me adjudicaron la casita pequeña, pero muy cuidada y acogedora, que había ocupado mi antecesor. Tomé mi trabajo, que en realidad no era tal, pues lo que hacía no era sino seguir una inclinación natural, y me propuse servir aquella casa con total fidelidad y dedicación.

Desde el primer instante se estableció hacia mí una corriente de simpatía de parte de todos los miembros de la familia y me dieron libertad de acción para cumplir mi tarea.

Durante las noches me mantenía vigilante en mi puesto. Si percibía algo extraño, con paso silencioso y todos los sentidos alerta, buscaba la causa de mi alarma. Generalmente se trataba de algún animal de hábitos nocturnos. O simplemente del ruido producido por el viento sobre las ramas. Si en algún momento alguien merodeaba, bastaba mi presencia para alejarlo.

En la mañana, siempre esperaba a que ella se fuera para irme a acostar. Era ésta una costumbre que se había hecho regla. Ella me daba los buenos días y yo la acompañaba hasta el auto para verla partir sonriente, agitando su manita en un gesto de despedida hasta que me perdía de vista. Cuando en la tarde regresaba, ambos vivíamos el momento como si en vez de unas horas la separación hubiera durado una eternidad. Apenas si daba tiempo para que el coche se detuviera antes de saltar y correr hacia mí con los bracitos extendidos.

Yo la esperaba justo hasta que ella me rozaba. Entonces la esquivaba y salía corriendo mientras ella me perseguía gritando mi nombre, pidiendo que me detuviera. De nuevo la esperaba para volver a escapar cuando estaba a punto de agarrarme. Así una y otra vez hasta que, agotada y suplicante, se arrodillaba en la grama para rogarme que fuera a su lado. Me dejaba entonces atrapar a medias, rodeándola y zarandeándola hasta que ambos rodábamos y luchábamos sobre la fresca hierba.

Al final tenía que pasearla cabalgando sobre mi espalda y contemplar su sonrisa de triunfo cuando, parada frente a mí, me veía tendido y exhausto.

Siempre buscaba mi compañía, y yo me sentía feliz jugando con ella. Haciéndola creer que no podía hallarla en su escondite, daba vueltas y vueltas mirando en cada rincón del garaje, detrás de cada árbol del jardín.

Mientras ella espiaba cada uno de mis movimientos, me iba alejando en mi fingida búsqueda hasta que salía de su campo visual. Entonces era yo el que me escondía, y ella, extrañada y curiosa, conteniendo la respiración para no hacer ruido, salía furtivamente tratando de ubicarme.

Éste era el momento que yo esperaba para deslizarme detrás suyo y sorpresivamente tomarla por la espalda. El susto que recibía era tal, que claramente podía percibirse el respingo que la estremecía.

Aquello la molestaba en grado sumo, y en su deseo de venganza, me perseguía lanzándome toda clase de objetos que conseguía a su paso. Mas su enfado no le duraba mucho y, antes de irse a acostar, me llenaba de cariños mientras me reconvenía por lo mal que me había portado.

A medida que ella crecía, nuestros juegos iban cambiando y se reducía el tiempo que me dedicaba. No así el cariño que desde siempre me profesó y que yo sentía latente en cada uno de sus gestos. Por su parte, ella sabía que su presencia era mi mayor alegría, y que podía contar enteramente conmigo.

Cuando ya adulta, solía regresar en el coche con su padre, o con el chófer de la familia, al caer la tarde. Otras veces lo hacía después del ocaso, acompañada de algún amigo que la dejaba junto a la verja de hierro, en ocasiones después de una breve charla en el auto. Yo la observaba discretamente desde el jardín, esperando que se despidiera para ir a recibirla.

Hubo una oportunidad en que me llamó la atención el hecho de que su acompañante abandonara también el vehículo y la tomara del brazo en un gesto que a ella parecía incomodarla.
Me fui acercando lentamente y pude ver cómo se desasía bruscamente y trasponía la puerta que se abría en una de las hojas móviles de la verja.

El hombre intentó seguirla. En dos rápidas zancadas me interpuse entre ambos. Se quedó paralizado, con la puerta en sus manos. Por un instante sus ojos se cruzaron con los míos que lo miraban inexpresivos.

La muchacha posó la mano en mi hombro y permaneció quieta junto a mí. Percibí claramente la señal de miedo que él emitía. Cerró la puerta, que no había llegado a traspasar, y se alejó camino del auto girando su rostro hacia nosotros. Nunca más lo volví a ver.

Durante el verano, los días en que ella no se iba, dábamos largos paseos por el bosque que se extendía más allá de los límites de la finca.

Después de caminar un buen rato, nos tendíamos sobre las hojas secas de los eucaliptos. Ella buscaba acomodar su cabeza sobre mi cuerpo. Manifestaba entonces sus pensamientos en voz alta, o permanecía muda jugueteando con una hoja entre los dedos. Mientras yo, silencioso, con los ojos cerrados, me inundaba de su presencia, aspirando su aroma, sintiendo su inefable contacto…

No puedo imaginar una dicha mayor que la por mí vivida en aquellos instantes, en mucho parecidos a éste.

Aunque ahora no puedo dejar de sentir dolor. No porque tenga que irme. Sé que la vida de un perro es corta. Puede que incluso yo haya vivido demasiado, pues ya tengo veintidós años. Mi dolor es porque nada puedo hacer por evitar el que le estoy causando a ella.

Volteo mi cabeza, que ella mantiene en su regazo, para morirme con la imagen de aquel rostro queridísimo, empañado ahora por las lágrimas que caen mansamente sobre mí.