martes, 3 de noviembre de 2009

EL CUENTISTA.

El viejito se consideraba un genio al que la vida le había negado la posibilidad de manifestarse como tal. Desde muy temprana edad tuvo la necesidad de repartir todas las horas de sus días entre el trabajo necesario para cubrir sus necesidades ineludibles y el reposo restaurador inalienable. También, prácticamente cada día desde que supo hacerlo, robó una hora de su sueño a modo de prólogo dedicado a la lectura antes de permitir que sus párpados echaran su enajenante velo.

Posiblemente fuera esa afición, aleada con su innata introversión, lo que motivó su mayor ilusión: Ser escritor.

Escribió su primera novela a la edad de quince años, mas no hubo, digamos “suerte”. Bastantes años después llenó con versos un buen número de páginas. Tampoco hubo suerte.

Un… ¿buen, o mal día? No sabría adjetivarlo, pero el caso es que se encontró mirándose fijamente en el espejo mientras, mentalmente, se repetía: es imposible, es imposible…

Le pareciera o no imposible, además de su imagen, su documentación así lo acreditaba: le había llegado la hora de jubilarse.

¿Cómo llenar el tiempo en este periodo de su vida? No tuvo mucho que pensar: Escribiría.

Y se puso a escribir. Quizá el paso por los años hubiera depurado sus dotes literarias, pero su “suerte” seguía siendo la misma: ni editorial ni agente literario alguno se interesó por sus escritos. Desistió de seguir intentándolo. Sin embargo le resultó demasiado duro que nadie leyera lo que había escrito, así que pensó y actuó: él mismo, de forma artesanal, pero con un acabado más que notable, casi de profesional, confeccionó un par de volúmenes con la treintena de cuentos que había escrito. Después de “FIN” había escrito su dirección de correo electrónico. Donó ambos ejemplares a las bibliotecas públicas a las que él mismo acudía.

Los libritos tardaron mucho tiempo en aparecer en los estantes a disposición del público, pero, por fin, lo hicieron y, no mucho después, recibió el primer correo: Señor Martínez, deseo felicitarle por sus cuentos y mostrarle mi encendido agradecimiento por el enorme disfrute que para mí ha supuesto la lectura de su libro.

No pasaba día sin que el viejito no encontrara en su cuenta de Hotmail más de un correo demostrativo del entusiasmo de sus lectores.

Retomó entonces su afición por la escritura, con un ahínco tan sólo superado por el que utilizaba para maldecir la desconsiderada próstata que lo obligaba a interrumpir constantemente sus relatos.

Sería por tanto maldecirla, el caso es que la muy jodida acabó aplastándole la uretra y tuvo que ser hospitalizado para someterse a una resección que habilitara de nuevo la cañería.

Cuando al cabo de una semana regresó al domicilio, le faltó tiempo para sentarse ante el PC. La bandeja de entrada de Hotmail vacía. Ni un solo email en su cuenta. Resopló contrariado mientras escribía.

Se fue a hacer zapping frente al televisor, mas no pudo contener mucho tiempo el deseo de volver al ordenador. Abrió el correo e inmediatamente la comisura de sus labios se distendió hacia las orejas mientras leía: Admirado autor, nadie como usted sabe llenar las expectativas de quienes disfrutamos el supremo goce de leer sus maravillosos cuentos.

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