La mujer de Pepe le saludó. Pepe lo hizo también después de tomarse los segundos necesarios para preguntarse: ¿quién será éste?. Pregunta que, según denotaba claramente su gesto, no había logrado contestarse; pero seguramente consideró que si su mujer le conocía él también debía conocerle, de ahí que acabara por tomar la decisión de saludarle.
El viejito correspondió con una, sólo suficiente, cabezada.
Pepe y Merche… Hacía cerca de cuarenta años que no los veía. Cómo habían cambiado. Todos cambiamos, aunque también es verdad que unos más que otros.
De no haberlo visto con Merche, a Pepe no le habría reconocido. Ella era una niña, trece o catorce años, cuando comenzaron a andar juntos. Uno de los tantos motivos de crítica en el barrio. Una cría con un hombre que casi le doblaba la edad. Además, camarero. Y ya se sabe, a los camareros les gusta beber y no tienen hora para llegar a casa, “no sé cómo su madre lo consiente” era el estribillo del cotilleo.
Pues resulta que, según le había contado su hermana, la pareja se había casado y tenían una hija, ya a su vez casada, que les había dado una nieta.
Relajado en su sillón favorito, con el grato y tibio abrazo de pijama y zapatillas, el viejito cierra los ojos y se entrega al nostálgico requerimiento.
La acera, “La Cera”, estaba a… la calle, aquí a la derecha, el solar cercado con la pared de ladrillo, Casa Nardo, la calle G, la huerta de Maruja y la casa de Nando y la suya. O sea, no llegaba a cien metros, a setenta u ochenta metros de donde vivía ahora. La única acera que había a esta mano de la avenida cubría el frente de su casa y la de Nando, con una anchura de, aproximadamente, cinco metros. Era el campo de fútbol donde jugaban a “les porteriines”.
El camarero vivía en la calle de arriba. Siempre seguía el mismo protocolo: su figura alta y flaca, muy erguida, impecable en su camisa blanca, pajarita, traje y zapatos del exigido negro, bajaba, altiva y socarrona a un tiempo, hacia la mocosa panda entregada a su encendido fútbol de acera. Cuando ya su muy superior zancada de adulto, respecto a la de la gente menuda ensimismada en el juego, le daba ventaja, emprendía una corta carrera para llegar a la pelota y meterle un punterazo que, en virtud del golpeo y de la considerable longitud de la avenida, recta y cuesta abajo, generalmente mandaba la esférica, sin barreras que la detuvieran, a no menos de ciento cincuenta o doscientos metros de distancia, lo cual, por lo visto, le suponía un goce cuya notable magnitud estaba determinada por el disgusto y la rabia que tal acción ocasionaba en los púberes futbolistas.
Como siempre hacía, vino atisbándolos desde que entró en la calle. Los guajes se hallaban hoy acuclillados en La Cera, cerrando un apretado corro concentrado en lo que en su interior se cocinaba. La pelota pegada al culo de uno de ellos, justo en la posición idónea para mandarla de una patada hasta los jardines que un Kilómetro más abajo remataban la calle. Llegó furtivo, se relamió, hasta parecía de estreno la tentadora pelota. El punterazo fue de antología.
Los muchachos se apresuraban a crear la distancia conveniente cuando Pepe se acercaba columpiando entre las muletas su pie escayolado. Afortunadamente para ellos, lo único que les alcanzaba era el odio concentrado en la ronca amenaza: Cabrones hijos de puta, ya os cogeré.
De dónde salió y a dónde fue a parar la bola de Bowling, aún a día de hoy, es un secreto bien guardado.
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