lunes, 12 de octubre de 2009

AHORA VA DE CUENTO

Éste es uno de los tantos que editores y agentes literarios se negaron a leer. Y que aquí, porque manda mi gana y no la suya, voy a poner.

LA VIEJA

Mendelssohn conducía su sueño. La reiterada, y poco ingeniosa, partitura del reloj interpretada en el silencio de la casa le devolvía a la vigilia. De esta forma se repetía la "cabezada" ritual de cada día después de comer.

El ejercicio con las articulaciones de los tobillos, a fin de activar la circulación en los pies, se trasmitió a lo largo de la horizontalidad de sus piernas hasta hacer que el fondo del sofá, ya de por sí a pocos centímetros del suelo debido a su prolongado uso, llegara casi a rozarlo, mientras, en sentido inverso, la manta que lo cubría acusaba la profunda inspiración que acompañaba la toma de conciencia.

Abrió los ojos a una penumbra que consintió el paso de su mirada hasta la primera opacidad que se interpuso.

La tenía frente a él, inmóvil, tal como la había dejado. Sin una voluntad con que atender unos deseos imposibles por inexistentes.

Qué vieja estaba, pensó mientras la contemplaba vislumbrando apenas, a la escasa claridad diurna del exterior que la silueteaba arrancando destellos dorados de sus anillos, su color marchito, sus arrugas. Su presencia, carente de emoción alguna, le confería un sentimiento de intimidad que lo invitaba a mostrarse y conducirse con total desinhibición. Hasta le pareció divertido expresar de viva voz sus pensamientos al amparo de la total impunidad que gozaba.

Sabes - habló -, eres una vieja decrépita y desvaída cuya visión resulta deprimente. Ya estoy harto de ti. Incluso cuando te mantengo ahí arrinconada, fuera de mi vista, me resulta ingrata tu presencia... Un día de estos te voy a hacer pedazos, te meteré en un par de bolsas de plástico y te tiraré a la basura... Conseguiré una de buen ver que me traiga algo de alegría, tengo con qué pagarla... Y a ti nadie te echará en falta - tomó una decisión repentina -. Sí, definitivamente: no voy a soportarte un minuto más.

Se incorporó hasta quedar sentado en la sufrida butaca para, a continuación, erguirse apoyando sus manos, primero en las rodillas, y después en los riñones a la vez que emitía un ronco quejido.

Fue hasta la cocina y regresó empuñando con decisión un cuchillo de trinchar. Se paró frente a ella, la agarró, para mantenerla firme, con su mano izquierda y levantó la derecha para descargar el golpe con fuerza, aunque sin saña. El arma se hundió hasta la empuñadura perdiéndose al otro lado del cuerpo traspasado. Tiró entonces la cuchillada hacia abajo tanto como su brazo se lo permitió sin tener que agacharse.

Extrajo el cuchillo de la incruenta herida, lo dejó sobre la repisa de la calefacción y se giró para tomar una silla.

Descolgaré la barra, pensó. Y le quitaré los anillos, pueden servir... La que compre será una cortina de colores vivos, alegres...

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