Al viejito siempre le gustaron los animales. Rara era, y sigue siendo, la ocasión en que al ver alguno, de los llamados irracionales, se entiende, no sintiera, siente, la tentación de prodigarle un mimo, una caricia. La cicatriz más antigua de la que él tiene conciencia está oculta por su pelo, ligeramente por encima de la frente y, según le contó su madre, porque de eso si es verdad que no se acuerda, es consecuencia del mordisco de un burro. Su memoria sí conserva la imagen de los pollinos que las lecheras “aparcaban” a pocos metros del portal de su casa, y a sí mismo colgándoseles del pescuezo.
El Milord era un perro de hermosa estampa, con toda la pinta de un pastor alemán, pero sin pedigrí. Toda su vida había permanecido encadenado, lo cual, suponía él, había convertido al animal en una verdadera fiera. El butanero podía dar fe de tal fiereza, pues bastó que pasara bordeando el límite de su territorio, marcado por la longitud de su cadena, para dejar media pernera del pantalón entre los dientes del can. No admitía bromas ni de su dueño, un familiar del viejito.
El muchacho, que en aquel momento era el viejito, fue descubrir al animal durante una visita a la finca del pariente y sentir unas irreprimibles ganas de acariciarlo. ¡Qué va! Sólo con dirigirle la palabra, a la distancia “reglamentaria”, ya recibía un sordo ronquido amenazador complementado con el erizamiento manifiesto en cuello y lomo.
Tres años le costó conseguir que el perro compartiera su sentimiento. Y entonces desenganchó la cadena de su collar.
¡Qué locura! Baste decir que en la primera arrancada terminó estrellándose contra la pared, gimió y cayó rebotado al suelo, pero ahí mismo volvió a salir como un cohete sorteando a toda pastilla unos árboles sí y otros no hasta agotar la última gota de combustible y quedarse plantado, con la cabeza agachada y la lengua afuera, respirando afanosamente.
Quizá sea una apreciación senil, pero el viejito encuentra mucha similitud entre el Milord de ayer y los españoles de hoy.
El Milord era un perro de hermosa estampa, con toda la pinta de un pastor alemán, pero sin pedigrí. Toda su vida había permanecido encadenado, lo cual, suponía él, había convertido al animal en una verdadera fiera. El butanero podía dar fe de tal fiereza, pues bastó que pasara bordeando el límite de su territorio, marcado por la longitud de su cadena, para dejar media pernera del pantalón entre los dientes del can. No admitía bromas ni de su dueño, un familiar del viejito.
El muchacho, que en aquel momento era el viejito, fue descubrir al animal durante una visita a la finca del pariente y sentir unas irreprimibles ganas de acariciarlo. ¡Qué va! Sólo con dirigirle la palabra, a la distancia “reglamentaria”, ya recibía un sordo ronquido amenazador complementado con el erizamiento manifiesto en cuello y lomo.
Tres años le costó conseguir que el perro compartiera su sentimiento. Y entonces desenganchó la cadena de su collar.
¡Qué locura! Baste decir que en la primera arrancada terminó estrellándose contra la pared, gimió y cayó rebotado al suelo, pero ahí mismo volvió a salir como un cohete sorteando a toda pastilla unos árboles sí y otros no hasta agotar la última gota de combustible y quedarse plantado, con la cabeza agachada y la lengua afuera, respirando afanosamente.
Quizá sea una apreciación senil, pero el viejito encuentra mucha similitud entre el Milord de ayer y los españoles de hoy.
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