Eso se dijo el viejito al regreso del viajecito.
Él, misántropo congénito y con fobia degenerativa contraída más de treinta años atrás, a día de hoy en estado de cagazón sin paliativos, hacia el avión, se ofreció al sacrificio en aras del amor – ese “novamás” vitalicio para algunos, pocos ya y cada vez menos - por su parienta; ella sociable y extrovertida “a más no poder”.
Y comienza su calvario. De carácter obligatorio: ¡Dos horas! de vía crucis antes de la crucifixión - Metáfora que pretende dar una idea de la gracia que le hace pasarse ciento veinte interminables minutos en el aeropuerto antes de abordar esa, para él, cámara del horror engañosamente diseñada para despistar al intrépido, o ingenuo, usuario y a las leyes físicas. Tiempo al que previamente habría que sumarle una hora larga más repartida entre el autobús municipal y el de línea hasta el aeropuerto; por cierto, ambos a cuenta del usuario, para ir sumando. Con el añadido de la sociabilidad, y eso que estaba muy claro que él no viajaba para hacer amigos, de su mujer.
Nada más pisar tierra aeroportuaria se percata de dos parejas, aunadas, de su misma quinta, que, obviamente, han añadido a su viaje un aliciente: ser los primeros en salvar los trámites que se presenten. Su actitud le pica, con lo que se dispone para derrotarlos desde la primera confrontación. Rápidamente se hace una composición del lugar y de los pasos a dar.
Con aire mesurado, porque él es sumamente comedido, les ha ganado. Llega primero al puesto de facturación. Los competidores lo hacen un minuto después al puesto contiguo. Un minuto que para cualquier otro habría sido más que suficiente para dejarlos atrás, ¡pero! su signo no cambia, de haber tenido un circo le habrían crecido los enanos. El carajo o el artilugio informático, o ambos, que le han tocado en suerte están ahuevonados, y venga a teclear, gesticular torcidamente y volver a reteclear. ¡No jose! Cuando consigue salvar el obstáculo ya los otros liquidaron el control del arco y los rayos X. Buf.
Pone todo lo ponible en la bandejita, pero, faltaría más, el arco pita.
Venga p'acá. Manos arriba. Dese la vuelta. Recorrida externa con toque en la entrepierna. Hala.
Suspira bajo el dintel que lo dejará indefenso en manos del destino. Muchos vejetes se enfrentan a la localización de sus asientos tal como si estuvieran buscando al Minotauro en el Laberinto de Creta, hasta que aparece la Ariadna de turno, una alemana con un castellano más difícil que el propio Laberinto, pero que, complementado con gestos, logra ponerlos en sus puestos.
Se yergue ligeramente en el asiento para comprobar que en todo el avión sólo hay un asiento reclinado hacia atrás, justo el que tiene delante.
Unos meneítos del aparato que ponen a volar maripositas en el suyo, en su aparato digestivo se entiende, mientras las aeromoza/os reparten galletas y refrescos que nadie, excepto él, desdeña.
Ejercita las cervicales esquivando la cabeza de su mujer para ver si situando el aparato a través de la ventanilla se va alegrando por la longitud del camino volado. Estrategia inútil, pues lo que pesa en su ánimo es el que le falta por volar. Va por el Cantábrico, se dice. Cuando aparezca tierra habremos dejado atrás el Golfo de Vizcaya… Ya se ve la cordillera… Llevaremos salvado un tercio… Jo, a ver cuándo aparece el Mediterráneo… Ahí está. ¿Qué será más peligroso, el despegue o el aterrizaje? Fucha, durante el descenso los meneítos y las maripositas de las tripitas se sienten exaltaditas… Bufff… Ahhhhhhya! Qué alivio Dios de los demás.
Pues bueno, por la puerta 5 el autobús 122. Puerta cinco… ¡La madre que lo parió! ¡Pero si debe haber más de cien autobuses aparcados a la rebatiña!
Busca por aquí, mira por allá. Tres que vienen galbanizados de frente con una pinta de chóferes que no se la salta uno de etnia minoritaria.
- Por favor ¿el autobús 122, saben?
Sin dignarse mirarlo, el de físico más grande, con aire de perdonavidas:
- Ni puta idea del 122.
- Gracias por la puta ayuda.
Todo llega. En este caso ellos al deseado autobús.
Pues ahí están. Con todo y su cinturón abrochado que los fija al asiento. Pero que aquello no tiene pinta de ponerse en marcha. Que nada, que hay una pareja perdida y que hay que dar con ella. Estaría bueno.
Después de unos 15 o 20 minutos rematados en callejuelas flanqueadas de hoteles, se ve que construidos apuradamente, y haciendo gala de una destreza meritoria, el chófer consigue, marcha atrás, aproximar el culo del vehículo a la boca del hotel.
- A esta hora ya, dejen aquí las maletas y pasen directamente al comedor.
- Elijan una mesa – tamaño para dos, observa él - que ha de ser ocupada por cuatro personas y que siempre será la misma para cada uno mientras dure su estancia. Gracias.
Sírvase usted mismo. Vistazo a las mínimas opciones. Tuerce el gesto. Comida de hospital, piensa.
Ya con el plato en la mesa y el primer bocado en la boca, asiste a la escena que se desarrolla a su lado. Dos parejas con la empleada que dirige el cotarro.
Ellos.- Es que nosotros venimos juntos y queríamos estar en la misma mesa.
Ella.- Pues ya todas están ocupadas y tendrán que sentarse en mesas distintas.
Ellos,- Pero si alguno se quisiera cambiar…
El viejito, que está que trina por eso de obligarlo a compartir mesa, se deja oír.- Pues lo que es yo no pienso moverme de aquí con el platerío y demás.
- No, bueno…
Conclusión: a comer encogido con dos desconocidos a los que no tiene ninguna gana de conocer. Aunque, al final, tendrá que admitir que al menos no resultaron en absoluto fastidiosos.
Habitación con el espacio justo, mínimo necesario y la mínima calidad aceptable. Una mininevera con quemaduras de cigarro en la melanina de su parte superior que sirve de soporte para un televisor de 13” de la primera edición en color. Para usar el conato de nevera, cuya refrigeración comienza a notarse 24 horas más tarde, hay que pagar cinco euros por semana, lo mismo que por la caricatura de caja fuerte en un rinconcito del armario y cuya capacidad no excede los 0,000008 m3.
No encuentra, pero incrédulo pregunta en recepción.- ¿Hay algún periódico a disposición del huésped?
- No. Lo siento.
Ha terminado de leer el libro que llevó consigo y necesita letras que llevarse a los ojos antes de cerrarlos. En el vestíbulo descubre unos estantes sobre los que se mantienen verticales unas cien novelas. ¡Vaya! ¡Mira tú por dónde! Va mirando los lomos que se le ofrecen. ¡Ni uno sólo en castellano! Bufff…
Las compañías más ingratas, los seres más aborrecibles son los más notorios, en todo momento roban tu atención. Y, por supuesto, mantienen vigente el refrán: Dios los cría y ellos se juntan.
Destacan dos parejas. El volumen de su voz y sus risas, la amplitud y continuidad de sus aspavientos, su conducta irreverente y avasalladora, la insaciabilidad de su apetito, propio del oso más goloso en permanente acopio de calorías para enfrentar una prolongada hibernación… Un cuarteto, en definitiva, que el viejito siente como si de una tropa desmadrada se tratara.
Se apuntan en la excursión a las cuevas. Primero visitan las dels Hams. Todo son colas que sufrir, cercados que soportar y tarifados que pagar. Cuando, por fin, el camino parece expedito hacia la cueva: dos muchachitas. Una frena al contingente e indica que avance únicamente una pareja. La otra tira la foto correspondiente. A la salida ahí está la fotita que aligera la bolsita. Y suma y sigue.
El rebaño llega al comedero. Tremendo. ¡660 ovejas o personas o lo que sean, de una sentada! Usted aquí, usted ahí… Y el viejo, siempre consciente de su signo, adivina. Una mesa para diez enfrentados en dos bancadas. Y ahí están, en la cabecera de la suya el cuarteto protagonista.
A disposición de cada mesada dos potes, dos botellas de vino, dos de agua y dos gaseosas de un tercio. “El cuarteto” mueve hacia su impenetrable centro un pote, y una botella de vino, agua y gaseosa y va reclamando la atención de quienes sirven a medida que trasiega hacia sus dilatados tripones. Concluido el yantar, el personal secundario, entiéndase los seis “graciosamente” desdeñados por los cuatro principales, han almorzado no todo el pote, un pase del camarero con el asado de carne, regado con la botella de vino, la de agua y el tercio de gaseosa, más el postre, consistente en una tinita de helado; “El cuarteto” ha tenido a bien dar por finiquitado el ágape después de liquidar dos potes de potaje, dos pasadas de doble ración cada una del asado, dos botellas de vino, una gaseosa grande, la de un tercio y seis tarritas de helado. El viejito procuró que la visión no le cortara la digestión.
Y así fueron discurriendo los ocho días en Mallorca.
Qué alegría cuando llegó a casa. Es que para él, eso de andar en manada, con especímenes de toda calaña, en terrenos acotados…y encima ¡y que! subvencionados por gracia de la miríada de espabilados que nos tienen gobernados! ¡No jodan, páguenme una decente pensión y métanse la subvención y el IMSERSO por el reverso!